El viernes pasado viví una de esas experiencias que aparentemente son de lo más normal pero luego cuando las cuento acaban resultando graciosas a la audiencia. O eso me pasó cuando la conté justo después de que me ocurriera. No se si al ponerlo por escrito obtendré el mismo resultado pero me voy a arriesgar.
Comienzo explicando que en mi trabajo llevo unos días especialmente duros por lo que a veces no paramos ni siquiera para comer. Ayer viernes, a las seis de la tarde aún no había comido por lo que al estar cerrada la cafetería de la empresa, decidí salir a comprar un bocadillo para mi y otro para un compañero. Recordaba que en mi camino diario desde el metro hasta el lugar de trabajo había visto un bar pequeño en una esquina que tenía pinta de negocio pequeño, de barrio, sin más pretensiones que las de “estar ahí”. Así que hacia allí me encaminé.
Al entrar en el bar fue como si me hubiera introducido en el decorado de un bar de barrio de un teleserie española. Ocho pares de ojos me miraron con extrañeza, me sentí como si fuera un extraterrestre que acaba de entrar al salón familiar de una casa a la hora de cenar. Todos permanecieron en silencio siguiendo mi entrada hasta el otro extremo de la barra.
El bar era de color marrón, marrón oscuro el suelo, marrón claro las paredes, marrón madera en la barra, adornos de navidad marrones.
La dueña tendría unos cuarenta y muchos, el pelo canoso e iba vestida como una chica joven con vaqueros negros y suéter ajustados. Al otro lado de la barra estaba una mujer algo más joven, con gafas y expresión neutra. Junto a ella una chica joven con cara alegre, posiblemente su hija y finalmente un hombre enfundado en un mono de mecánico.
En medio del silencio reinante, comiencé a hablar. Es uno de esos momentos en los que nadie dice nada porque están esperando a ver que dices tu. "¿Tiene bocadillos?"
Y aquí empieza el surrealismo.
La dueña pone cara de pensar si alguna vez en su vida de hostelera ha hecho un besugo al horno y tras varios segundos me dice “¿bocadillos? Mmmm Si, si que tengo.”
- “¿De que los tiene?” Pregunto yo.
- “De queso” me contesta.
Me pongo a pensar si mi compañero se conformará con un bocadillo de queso y la dueña al verme dudar me dice “También tengo de chorizo”.
Que detalle, pienso yo. Se ve que mis dudas sobre el queso han ampliado la oferta del bar. Esto promete. Además mientras hablamos, todos los contertulios permanecen atentos al intercambio dialéctico. Es obvio que mi aparición les resulta interesante.
En este momento saco el teléfono móvil para llamar a mi compañero y traspasarle la elección de elegir su propio bocadillo. Pero justo antes de empezar a marcar, la dueña me lanza una tercera oferta, consecuencia de mi nueva pausa. “También tengo lomo embuchado”.
Guardo un segundo el teléfono y le pregunto:- “¿Cuánto vale el bocadillo de lomo embuchado?”
La dueña vuelve a entrar en trance, pensado cuanto dinero cobró la última vez que alguien le pidió un bocadillo y al final sentencia: “Cuatro euros”.
El hambre que tenía me impedía ponerle reparos al precio así que iba a pedir los bocatas de lomo pero la situación tan estrambótica del momento estaba dándome morbo así que le pregunto “¿y el bocadillo de queso cuanto vale?”
- “También cuatro euros” me contesta la dueña “es que es un queso muy bueno” me apostilla.
- “¿Y el de chorizo?”.
- “Cuatro euros.”
Entiendo entonces que la tarifa oficial de las seis y cuarto de la tarde son cuatro euros.
Así que saco de nuevo el móvil, llamo a mi compañero, le comento las posibilidades y mientras está pensándoselo, la dueña lanza un nueva oferta adicional “¡¡También tengo lomo a la plancha !!”. Le comento a mi compañero la nueva oferta y al final se decide por el lomo embuchado.
Llegó la hora de hacer el pedido así que me descuelgo con un pedido sorpresa: “Póngame un bocadillo de queso con chorizo y otro de lomo embuchado, por favor”.
La dueña se pone manos a la obra y allí mismo en la barra comienza a realizar la fabricación de los bocadillos. El mecánico retoma la conversación con la mujer neutra (conversación que debería estar teniendo antes de mi entrada) y yo mientras tanto me entretengo en mirar el diverso espectro de color marrón del bar pensando en escribir lo que me estaba pasando. La dueña por su parte coge el queso, coge el chorizo, se para un momento pensativa y se acerca a la chica joven para mascullarle algo, tras lo cual, ésta se marcha del bar dejándome totalmente intrigado. El suspense termina dos minutos más tarde cuando la chica aparece de nuevo ¡¡con una barra de pan envuelta en papel!!. Desde luego los bocatas iban a ser de pan del día.
La verdad es que me resultó muy cómico. Estaba empezando a disfrutar de la situación. Ahora si que ya estaba atento a todos los detalles para no perderme nada.
En este momento hace su aparición un hombre con triste expresión y saluda al mecánico. “¿Qué tal tu dedo?” le pregunta el mecánico. Curioso saludo pienso yo.
El hombre contesta algo con un fuerte acento portugués y no consigo entenderle, pero enseña el dedo índice para que todos lo vean. El mecánico dice “Así también lo tuve yo, se te queda tieso por la tablilla que te ponen, luego poco a poco va volviendo a su sitio”. El portugués triste asiente con resignación.
Vuelvo a mirar a la dueña que esta troceando el queso. Al ver el grado de curación del queso y pensar en el sabor tan fuerte que tendría, cambio de decisión y elegantemente le digo: “creo que solo voy a querer queso para mi bocadillo, parece que tiene buena pinta”. Pienso que así le evitaré la tentación de cobrarme ocho euros por un bocadillo de queso con chorizo.
La mujer me contesta: “Si, este queso es muy bueno, toma pruébalo” y me ofrece un trozo como anticipo. Estoy en un bar de bocadillos con cata previa del producto. ¿Me cobrará 0,25 por el trozo?.
Cuando le llega el turno al bocadillo de lomo, la dueña sale de la barra y se dirige a una puerta en la que hay un papel pegado con celofán en el cual hay una señal de “prohibido el paso” dibujada toscamente y coloreada con rotulador carioca. Segundos después, reaparece tras la puerta con una barra de lomo de unos 80 centímetros, envasada al vacío. Que bárbaro, pensé yo, parece un bate de besibol.
El proceso de sacar la barra de lomo del plástico de envasado al vacío fue costoso y curioso. La dueña empezó a realizar una especie de baile agitando el lomo verticalmente para ver si iba saliendo del plástico. Una vez conseguido el objetivo, comenzó a cortar unas rodajas de lomo cuyo grosor justificaba los cuatro euros. La dueña se percató de ello y como excusa dijo “Yo los bocadillos los hago a mi manera. Cada día me salen distintos”. Risas entre dientes de los contertulios (ñe,ñe,ñe). Ni que lo jures, pensaba yo.
El proceso culminó con el envoltorio de los bocadillos en papel albal y metidos en una bolsa del Carrefour.
Como colofón de este rosario de detalles simultáneamente costumbristas y surrealistas, transcribo una especie de mini-monólogo con el cual la dueña del bar nos amenizó la finalización de los bocadillos, tarea que dicho sea de paso nos tenía a todos absortos:
- “Pues ya no voy a dejar pasar al mendigo nunca más en el bar.”
- “¿Por qué?” preguntan todos a coro (menos yo, claro, que debía de ser el único que no sabía quien era "el mendigo").
- Porque el otro día vino y pidió una copa de coñac, se la puse, se la tomó tranquilamente y cuando se la acabó va y me dice el tío, “Bueno, y ahora, ¿quién te va a pagar esta copa?”.
Esta especie de medio-chiste hizo las delicias de los presentes, que rieron de nuevo entre dientes (ñe,ñe,ñe) y yo esta vez, para no ser menos, esbocé una sonrisa de complicidad con el grupo.
Y así termino, el expediente-x de mi bocadillo de queso. Pagué y me fui, rezando por no olvidarme ningún detalle de lo ocurrido.
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