jueves, febrero 16, 2006

Hace 25 años

Es curioso, justo en esta semana en la que me han caído 34 primaveras, me he acordado de una anécdota que me ocurrió hace 25 otoños.

Allá por el año del golpe de estado me encontraba con mis padres y mi hermano en Madrid. Estábamos en un bar tomando un aperitivo. Mientras mis padres hablaban en una mesa, mi hermano y yo (según la pauta habitual de los niños que están dos minutos sentados), ya nos habíamos levantados a explorar el bar cuando de repente, nos quedamos totalmente hipnotizados por un engendro electrónico que no habíamos visto nunca. Bueno, ya habíamos visto alguno parecido en Úbeda pero este era el más espectacular. Era una máquina tragaperras.

Hay que ponerse en situación. Era 1981, yo tenía nueve años y mi hermano tenía seis. Todo objeto con sonido electrónico en aquella época nos causaba una sensación de sorpresa que actualmente ya casi nada produce, ni siquiera a los niños que ahora nacen mamando al son de los politonos. La máquina era para nosotros una atracción de feria y encima daba dinero (o eso nos parecía a nosotros).

El gachón que estaba alimentándola, era un ludópata en toda regla, aunque como todavía no se conocía esa palabra, nadie le miraba mal. El hombre echaba monedas de cinco duros de Franco. Las del Mundial-82 estaban por llegar, y las de Juancar, estarían aun despuntando por superar a las del gordito del bigotín. De vez en cuando, el jugador se acercaba a la barra del bar, repostaba cerveza y sacaba algún billete para cambiar monedas y seguir dando de comer a la tragaduros. Transcurrido un tiempo considerable que no me atrevo a cuantificar, el hombre volvió a quedarse sin efectivo así que retornó a la barra para cambiar más billetes por monedas. Pero esta vez, la zona de la barra cercana a la máquina estaba ocupada por otros clientes del bar, de manera que se tuvo que alejar algo más.

Mientras tanto, nosotros seguíamos cerca de la máquina mirando la secuencia de lucecitas. Hete aquí que entra en acción otro individuo, se acerca a la máquina, saca cinco duros del bolsillo y los introduce en la ranura de la tragaperras. Y voilá!, saca el premio gordo de la máquina, veinte mil pesetas de 1981. La algarabía de la máquina al dar el cante del premio era tal que toda la concurrencia se giró para ver al agraciado. En este momento aparece el ludópata con los ojos inyectados en sangre y las venas del cuello infladas como bolígrafos del bingo (esta metáfora se la he robado a los de Gomaespuma).

La atención de mi hermano y la mía se centró entonces en el tenso diálogo entre el agraciado y el desgraciado (y es que una discusión entre extraños en un lugar público, tiene un morbo tan jugoso, y provoca una curiosidad tal, que no ha evolucionado desde los tiempos de Goya). El hombre no-premiado empezó a decir a gritos que él estaba jugando desde hacía mucho tiempo y que tenía la máquina “caliente”. Durante unos segundos pensé en acercarme a tocar la máquina y confirmar dicha aseveración. El hombre si-premiado decía que él no había visto a nadie y que por eso había echado la moneda. La discusión pasó a debate público ya que parte de los clientes cercanos a la máquina también estaban observando el suceso con el mismo morbo que antes he comentado (no hay edad para esto de la curiosidad). El hombre no-premiado intentó usar al camarero como testigo, argumentando que había estado yendo y viniendo para pedirle monedas y que podría atestiguarlo. El camarero se encogió de hombros diciendo que el no se había fijado.

Así que durante unos cuantos minutos, la discusión siguió y siguió, hasta llegar a un punto en que empezó a perder interés para nosotros, cuando de repente, dio un giro provocando que el que escribe esto y su hermanito entráramos a formar parte de la historia. Cuando ya nos disponíamos a buscar otra cosa en la que entretenernos. El hombre no-premiado dijo: “Bueno, pues si no nos ponemos de acuerdo, les damos el premio a estos niños y ya está”.

Obviamente nuestra atención volvió al debate con fuerzas renovadas. Si alguien nos hubiera hecho una foto a mi hermano y a mi en ese momento, hubiera obtenido un retrato de dos niños extraterrestres porque lo único que se vería en nuestra cara serían los ojos saliendo de las órbitas. Ahí estábamos nosotros, con opciones a obtener un premio de veinte mil pesetas. “Que chulo es esto de venir a Madrid” pensaba yo mientras hacía planes para gastar mi parte. Mi hermano tampoco se quedaba atrás, me miraba sin decir nada con una expresión que decía “Madre mía, la de chicles que vamos a poder comprar”. De modo que ahí estábamos nosotros, apostados cerca de los dos hombres para ver si cerraban “el acuerdo”.

Entonces hizo aparición un tercer sujeto, (que maldita sea la hora en la que apareció) y dijo que lo mejor es que se repartieran el dinero. Los hombres se miraron, miraron la máquina, nos miraron a nosotros, y se convencieron. Se repartieron el premio y nosotros volvimos con el rabo entre las piernas, a la mesa donde estaban mis padres a consolarnos comiéndonos las aceitunas del aperitivo.

Mi primera experiencia con las máquinas tragaperras había resultado un fiasco. Supongo que algo tuvo que ver para que nunca más me hayan llamado la atención.

Etiquetas: , , ,

2 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Otra anécdota de bar.

Hace unos años, estaba yo con mis colegas en un bareto conocido por el bajo precio de los calimochos, y poco después por lo guarro que era el dueño. Era tan cutre que fregaba los vasos de plástico de litro y le duraban meses (lo adiviné hacéndoles marcas con una moneda jejeje).

En esto que estábamos jugando al "Tute Cabrón" (variante del Tute a 3 en el que pierde el que se queda en medio) cuando llega un personaje de unos 45 o 50 años con una castaña del 12. Eran las 7 de la tarde y debía de venir de una boda porque iba trajeado. Se queda mirando al camarero y le pregunta: ¿"tfienne güefos kinderr" a lo que dice el camarero, si, aquí tengo 6 o 7. El borrachín le dice "dámelos todos".

El camarero debió ver ahí la oportunidad de su vida y se le ocurre decirle: "¿quiéres mas?, porque tengo mas en el almacén".

Se va a la cocina y aparece con 3 bandejas de 20 huevos Kinder cada una. Pues el borracho le compró ¡¡¡los 60!!! nos reímos tanto que le debimos caer bien al tío y nos regaló (y alguno mas que le cogimos) unos 10 o 15.
Acabamos en el Parador (un bar) montando los muñequitos que traen como chiquillos, y bebiendo cerveza con chocolate (de los huevos Kinder, mal pensaos). A propósito, la birra te sabe a rayos.

Si es que hay cada uno...¿para que querría 67 huevos Kinder? 6700 pelillas de nada...

Un saludo

21 febrero, 2006 14:16  
Blogger anonymux said...

Joer que buena...

Esa la tenías bien guardada...

Espero que te animes de vez en cuando a participar...

21 febrero, 2006 23:36  

Publicar un comentario

<< Home